A mediados del siglo XX, el Fondillón, uno de los vinos naturalmente dulces más singulares de Europa, estuvo a punto de desaparecer. Apenas sobrevivía en unas pocas barricas que, sin saberlo, custodiaban una historia de siglos.
En la Baja Edad Media, cuando las grandes huertas levantinas se centraban en el cultivo de arroz, azúcar u hortalizas, los puertos de la zona y, especialmente el de Alicante, aprovecharon su posición en el Mediterráneo para impulsar la producción y el comercio de vino.
La apertura del estrecho de Gibraltar hacia el año 1250, gracias a las conquistas cristianas, permitió conectar ese mar con el Atlántico y, a través de él, con regiones en pleno crecimiento como Inglaterra, Flandes o Alemania.
Estos mercados, carentes de viñedos de calidad, demandaban los llamados “vinos del sur”: potentes, concentrados y estables, capaces de soportar largas travesías.
Los tintos alicantinos, que con el tiempo darían origen al Fondillón, encontraron su hueco en ese mercado de lujo, desplazando a los tradicionales “vinos griegos” del Egeo y del sur de Italia.