Anna May Wong fue una mujer adelantada a su tiempo y castigada por ello. Nació en 1905 en Los Ángeles, hija de inmigrantes chinos, y desde muy joven supo que su destino no estaría en el lugar que la sociedad había reservado para ella. Mientras Hollywood crecía, ella también crecía con una certeza incómoda: quería ser actriz en una industria que no concebía a una mujer asiática como protagonista.
Comenzó a trabajar en el cine siendo adolescente y pronto demostró un talento natural, una presencia magnética y una inteligencia emocional que traspasaba la pantalla. Sin embargo, el racismo estructural del Hollywood clásico la confinó a papeles secundarios, exóticos o directamente humillantes. Le negaron grandes oportunidades, incluso cuando la historia que se contaba era china, y vio cómo esos papeles se entregaban a actrices blancas maquilladas para parecer orientales.
Cansada de los límites, en la década de 1920 decidió marcharse a Europa. Allí trabajó en cine y teatro, fue reconocida por su talento y tratada como una actriz completa, no como una rareza. Regresó a Estados Unidos convertida en una figura internacional, pero el sistema seguía siendo el mismo.
Su vida personal estuvo marcada por amores imposibles, prohibidos por las leyes raciales de la época, y por una soledad creciente. A pesar de todo, nunca renunció a su dignidad ni a su deseo de abrir camino para otras.
Murió en 1961, con 56 años, después de años de lucha silenciosa. Hoy es recordada como una pionera absoluta: una actriz que desafió al cine, al racismo y a su tiempo, pagando un precio alto para que otras pudieran llegar después.