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Segundo concierto de abono de la temporada

Por

Antonín Dvorák (1841-1904)

La rueca de oro

HOGAR, DULCE HOGAR

El sueldo que ahora podía ofrecerle el Conservatorio de Praga era veinticinco veces menor que los 15.000 dólares anuales (¡de 1892!) que le pagaban en Nueva York. Y, sin embargo, Antonín Dvorák estaba feliz de haber vuelto a casa. Su aventura americana le había decepcionado, enfermo como estaba de una melancolía incurable que ni siquiera aliviaba cuando llegaban las vacaciones de verano y se escapaba de Nueva York con su mujer y sus hijos a Spillville, una aldea de Iowa poblada por compatriotas suyos que habían reproducido la vida campesina de la Bohemia miserable que les forzó a emigrar. La Sinfonía del Nuevo Mundo, donde tantos creyeron percibir ecos del folklore de América era un destilado de esa añoranza de la patria. Así que en cuanto los Dvorák comprobaron que su benefactora, la indómita Jeannette Thurber, se había arruinado por culpa de de una de tantas crisis de Wall Street empaquetaron sus enseres y abrdaron el 16 de abril de 1895 un transatlántico que en nueve días los devolvió a casa.

El gran músico checo a quien las Danzas eslavas habían convertido en una celebridad mundial, el protegido de Brahms, el ídolo que acababa de dejar sin habla a los neoyorquinos en el estreno de la Sinfonía del Nuevo Mundo en el Carnegie Hall de la calle 57 volvía a sentirse feliz en su pequeña casa de los bosques de Vysoká, comprada con los derechos de las primeras Danzas eslavas. Allí, rodeado de su familia, Dvorák volvía a recuperar la paz y sentía de nuevo una tentación que conocía muy bien, la necesidad de reinventarse. Toda su carrera está marcada por giros inesperados y cortes bruscos que vistos desde hoy dibujan una obra variada y compleja en la que no falta ningún género musical. Visto desde la casita de Vysoká y en 1896 el reto seguía siendo mantener una búsqueda tan dolorosa como honesta. El nuevo salto lo abocó a un género desconocido en él, música descriptiva elaborada sobre un programa, música sinfónica compuesta sobre textos literarios pero sin palabras ni por tanto, voz humana. Serían los primeros poemas sinfónicos de Dvorák que él prefería llamar “baladas orquestales”.

En el libro de notas que se había traído de Nueva York había ideas y apuntes para una decima sinfonía que ya tenía título, se llamaría Neptuno. Al menos dos de sus cuatro movimientos contaban también con su rótulo: el tercero sería Coral y el cuarto Tormenta, calma y vuelta feliz a la patria. La sinfonía que nunca compuso prometía ser una celebración del reencuentro con la Bohemia oprimida pero Dvorák prefirió no tentar al destino y dejar el número de sus sinfonías en el punto en que lo hizo Beethoven. Lo sorprendente era sin embargo que esos apuntes y hasta los rótulos del libro de notas anticipaban un interés desconocido por la música programática, por los poemas sinfónicos que apadrinaba Liszt y que un joven muniqués estaba convirtiendo en éxitos clamorosos, lo mismo con Don Juan, de 1889 como con Así habló Zaratustra, de 1896. Justo ese año Dvorák decide meterse con el único género musical que faltaba en su catálogo y lo hizo a lo grande, componiendo nada menos que cuatro poemas sinfónicos de un tirón. No intentaba seguir las pautas heroicas e idealistas de Liszt (lo haría un año después en La canción del héroe) sino que prefirió para empezar un tono melodramático más en línea de Las travesuras de Till Eulenspiegel que Strauss acababa de estrenar. De los cuatro primeros poemas sinfónicos el más conocido es el que vamos a escuchar esta noche, La rueca de oro.

Por supuesto, el texto literario sobre el que Dvorák pensaba componer esa música completamente nueva para él tenía que ser checo, popular y tradicional. Había vuelto a casa y ya nunca volvería a marcharse. Pero no se podía permitir un paso atrás, sus poemas sinfónicos debían representar un nuevo salto en la elaboración de su estilo. Le pareció interesante un método de composición que había experimentado Leos Janacek y que podría llamarse la melodía del lenguaje, es decir, la traducción a música del aire declamatorio de los campesinos checos, sus interjecciones, el tono de las preguntas, las expresiones de alegría, el acento en la primera sílaba de cada palabra... El resultado fue tan deslumbrante que muchos estudiosos sostienen que estos tardíos poemas sinfónicos son el verdadero puente que enlaza la música checa del XIX y los presupuestos del siglo XX.

Simrock, el editor que Brahms le había proporcionado, alardeaba de que Dvorák “podía sacarse las melodías de la manga” pero el músico checo creía sobre todo en el trabajo. “Tener una buena idea no tiene nada de particular, la idea viene por sí sola. Lo difícil es desarrollarla bien y hacer de ella algo valioso; eso es arte”, escribió. Para sus cuatro poemas sinfónicos optó por lo más difícil y decidió utilizar para cada uno de ellos un número inusualmente bajo de motivos y temas pero desarrollados de un modo complejo y nuevo. Como los grandes, como Mozart o Schubert, el músico checo conseguía que un trabajo duro y sin concesiones acabara pareciendo algo sencillo, puro placer de hacer música.

Esa sensación de engañosa ligereza se ve reforzada en el caso de los cuatro poemas sinfónicos de 1896 por la elección de los textos literarios que aportaron el programa, cuatro leyendas populares que puso en verso el poeta romántico Karel Jaromir Erben con el título de Katyce (Florilegio): El duende acuático, La bruja de mediodía, La rueca de oro y La paloma de los bosques. Los cuatro son cuentos de hadas pero habitadas por seres malvados capaces de una crueldad espeluznante. El poema La rueca de oro (Zlatý Kolovrat) sobre el que está compuesto el opus 109 de Dvorák además de horripilante es absurdo, lo que demuestra que para hacer gran música no es obligado contar con un argumento de primera. En la historia de la ópera hay ejemplos de sobra.

El poema que Dvorák eligió en enero de 1896 tenía al menos la virtud de facilitar la visualización de los personajes dada la simpleza argumental, las poderosas pasiones que mueven a sus protagonistas y el horror de la brutalidad. El poema de Erben narra la historia de un príncipe que cae rendido ante Dornicka, una campesina cuya madrastra, como mandan los cánones, intenta dar el cambiazo y sentar en el trono a su propia hija. Pero no de cualquier forma sino asesinando a la hijastra y arrancándole sus mejores atributos –pies, manos y ojos- para colocárselos a la hija con el resultado que cabe adivinar. Un final no ya feliz sino prodigioso consigue resucitar a la bella Dornicka mientras los violines lo celebran por todo lo alto. Poco antes, la madrastra y su hija han sido arrojados a los lobos.

Dvorák decidió tratar este material de forma muy libre pero sin abandonar la pretensión de contar un cuento sin palabras. Como la rueca, la partitura gira y gira también ya desde los trios de los violonchelos que evocan el galope del rey por el bosque. Cada personaje y situación tiene su traducción musical que alcanza los momentos álgidos en los encuentros dramáticos -el del rey y la madrastra- o románticos, como el abrazo del rey y la bella al final del cuarto movimiento. El rey está representado por las fanfarrias del metal, Dornicka por la luminosa sonoridad de la flauta y la malvada madrastra en el inquietante fagot. Por supuesto, el amor corre a cargo de los violines.

Franz Schubert (1797-1828)

Misa número 6 en Mi bemol mayor

LA ÚLTIMA MISA

La sexta misa latina que compuso Franz Schubert fue su última obra maestra. Cuando se estrenó el 4 de octubre de 1829 en la parroquia de la Trinidad de Alser donde su hermano Fernando era maestro de música llevaba Franz Schubert llevaba casi un año enterrado. La Misa número 6 en Mi bemol mayor había quedado terminada a finales de julio de 1828, en mitad de un verano espantoso en el que Franz Schubert seguía preguntándose por qué el mundo –y Viena en particular- le cerraba las puertas a su talento. Un verano, sin embargo, impagable para los que amamos su música porque de aquella miseria y soledad nació un puñado de obras prodigiosas, entre ellas el ciclo de lieder Viaje de invierno. La muerte solo iba a tardar cuatro meses en visitar a Schubert pero la gran misa que vamos a escuchar no tiene la menor intención funeral ni fue producto de premonición alguna por más que la leyenda haya querido repetir con ella el juego macabro de Mozart y su Réquiem. En julio de 1828 Schubert no podía sospechar que un tifus iba a acabar con su vida en noviembre.

Lo ocurrido con esta misa no fue un caso raro en la vida de Schubert, que murió sin haber podido escuchar en concierto público una sola de sus partituras orquestales. Pocos o ninguno de los grandes músicos de la historia tuvieron tan mala suerte como Schubert, pero ese fue el precio que pagó por una osadía revolucionaria: fue el primer músico de la Historia que pretendió vivir exclusivamente de su trabajo como compositor. Schubert no tuvo alumnos de piano ni fue preceptor de vástagos de la nobleza como sus antecesores, tampoco quiso ponerse al servicio príncipes o arzobispos ni pretendió ganarse la vida dando conciertos con sus obras como Mozart o Beethoven. Schubert fue el primer compositor que dependía exclusivamente de los editores y los promotores de conciertos. Trabajó sin red y lo pagó muy caro.

“Yo vine al mundo para componer y el Estado debería mantenerme”, escribió en su diario a los 21 años. Con 31, en vísperas de la muerte y desanimado por no haber logrado presentar en público ni un solo movimiento de sus nueve sinfonías volvió a acordarse del Estado y escribió: “La sabia y bienhechora organización del Estado vela para que el artista sea por siempre el esclavo de miserables mercaderes”. No exageraba. Solo con los beneficios de su Viaje de invierno concluido poco antes de morir el editor Haslinger se pudo comprar una casa nueva dos años después. Spaun, uno de los más cercanos amigos de Schubert, explicó en sus memorias que “los comerciantes de música le pagaban tan mezquinamente sus magníficas composiciones que vivía en un estado próximo a la miseria: no dispuso nunca de dinero para comprar ni alquilar un piano y tuvo que componer sus obras en su mesa de trabajo”.

Y sin embargop hubo un momento en que Schubert creyó ver luz al final del túnel. Ocurrió en enero de 1828, cuando cumplió 31 años, el año de su muerte. Viena acababa de enterrar a Beethoven y Schubert sintió que se retiraba la pesada sombra del genio que le impedía volar en libertad. Resolvió entonces no demorar el estreno de de sus obras. En ese momento daba los últimos retoques a su Novena sinfonía –a una edad en la que Beethoven sólo había compuesto la Primera- y se sintió con fuerzas para intentar que la Sociedad de Amigos de la Música programara una obra que había hecho estallar su propio techo. Envió la partitura y esperó... Los profesores de la gran orquesta burguesa de Viena no entendieron nada, se veían incapaces de dominar aquella escritura endemoniada y decidieron abortar el estreno de la sinfonía que luego sería conocida como La grande gracias a Schumann. En particular, el fascinante cuarto movimiento les resultaba a los profesionales vieneses tan inabarcable que decidieron enmascarar su incapacidad acusando a Schubert de componer música imposible de ejecutar. Pero ni siquiera ese rechazo acabó con el empeño del autor por alcanzar el triunfo y ese mismo marzo consiguió montar a sus expensas (y por supuesto con dinero prestado) el primer concierto público con obras suyas pero sin orquesta. El teatro se llenó y Schubert, repuesto de su inversión, decidió dilapidar parte de las ganancias en francachelas con sus amigos. Calculaba que un concierto como ese cada año le darba para vivir y olvidarse de la Corte del emperador.

En ese clima abordó la Misa número 6 en Mi bemol mayor a principios de junio. Empezaba su verano más febril mientras Viena seguía sin hacerle caso, encandilada por las diabluras de Paganini y por una jirafa que el virrey de Egipto había enviado al emperador y que los vieneses visitaron en masa en los establos de Schönbrunn. Las juergas de aquel verano tenían algo de huída hacia adelante y bastantes de ellas terminaron en broncas que le ganaron a Schubert fama de altivo y superficial, de músico muy dotado para la melodía pero poco dado a profundidades. Quizá era cierto que la frescura del joven Schubert se agriaba en la desesperanza pero el conflicto interior de Schubert, su inconformismo y el talento para trazar estructuras de una complejidad inaudita iban a brillar ahora más que nunca.

La Misa número 6 era una buena ocasión para mostrar esa amplitud de registro. Schubert pretendió hacer una celebración de la vida y decidió, entre otras infidelidades al texto litúrgico, olvidar pasajes del credo como el “Et expecto resurrectionem mortuorum” porque en ese momento el Juicio Final le preocupaba bastante menos que el juicio de sus contemporáneos. Tanto por el plan tonal como por el papel que adjudica a cada uno de los intérpretes –solistas, coro y orquesta- se puede hablar de rigor y hasta de severidad en el planteamiento. Schubert no busca un estilo brillante sino eficaz en una misa eminentemente coral donde apenas queda espacio para el lucimiento de los solistas cuyo papel es tan limitado que se reduce a dar respuestas al coro, majestuoso y hierático, sin concesión a las florituras. La orquesta se mantiene en un plano de igualdad con el coro pero lejos de cualquier tentación de espectacularidad. Es una música despojada, una grave celebración de la fe.

¿Cuál es entonces la razón de que esta Misa nos llegue tan adentro? La razón es Schubert. No quiso hacernos temblar con la sequedad del dogma pero consigue estremecernos, sobre todo en la segunda parte; no pretendió envolvernos con brillos operísticos pero bajo esa solemnidad se le cuela un espíritu libre que convierte esta misa en una celebración fieramente humana; busca el hieratismo de lo religioso haciendo por ejemplo que el coro cante una sola nota por sílaba pero no evita el profundo lirismo del Qui tollis o la ternura del Et incarnatus; echa mano del canto llano y hasta de Bach pero se le escapa la inspiración del Winterreise al que esos mismos días está poniendo término. Esta misa nos emociona porque es Schubert, el mejor Schubert, el Schubert final.

RTVE

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