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Concurso de diarios de viaje de 'Nómadas' 2015

Primer premio

Por
Escucha el relato de Juan José Ruiz

2 de octubre de 2006

Creo que he pasado la peor noche de mi vida. El losmen en Sigli no tenía aire acondicionado y encima, por estar cerca de la carretera, el ruido del tráfico era insoportable. Calor asfixiante, ruido, mugre…

Suriya y yo hemos cogido el pick-up y hemos parado a desayunar en uno de esos puestillos que se encuentra uno en la carretera. Nada de cruasanes ni capuchinos. Un kopi aceh en un vaso con demasiada solera y una especie de empanadilla con sospechoso relleno sin identificar. Uf, un desastre.

Nuestro plan era llegar hasta Lhokseumawe, que como ciudad importante, debería tener algún hotelillo decente. Así que comenzamos nuestra jornada en la carretera con la aprensión que se tiene al circular en Indonesia. A la hora y media de salir, nuestro L200 comenzó a hacer ruidos extraños y simplemente se paró. Afortunadamente Suriya tuvo la precaución de meterlo en un camino. Después de unas desesperantes llamadas a nuestro seguro, nos confirmaron que una grúa llegaría desde Medan… ¡mañana!

Al rato, bajo el feroz sol ecuatorial, apareció un joven en una de esas motocicletas que tanto abundan por aquí. En un imperfecto inglés conseguimos explicarle nuestra situación y nos ofreció llevarnos (¡a los dos y sin casco!) a su aldea. No teniendo nada mejor que hacer, nos acercó a un grupo de casas, cuya única referencia conocida era una pequeña mezquita llamada Jami' Poteumeureuhom, muy cerca ya del distrito de Bireuen.

Lo cierto es que el entorno era idílico, una docena de casitas, más bien chozas, que se estiraban a lo largo de un camino entre arrozales y árboles del cacao, y que a su vez orillaban un humilde riachuelo. Según llegamos, los niños del lugar se acercaban con interés, y se desternillaban al enseñarles en el LCD de la cámara las fotos que les iba sacando.

Suriya siempre lleva, dice que para relajar el estrés, una de esas pelotitas de goma blanda. Al sacarla para que los niños jugasen, ninguno se hizo dueño de ella. Simplemente jugaron. Cuando se cansaron, vinieron, nos la devolvieron y se fueron tan contentos. Benditos; no han sido tocados por el materialismo y egoísmo occidental. Ya tienen más que yo.

Cuando llegó la hora de comer, un señor mayor le dijo tres frases al chico de la motocicleta, quien en diez minutos regresó con un par de platos de arroz con una salsa como de pescado, y una de esas bebidas que se toman con una pajita en una bolsa transparente. Ahí, sentado junto al riachuelo, disfrutando de un delicioso arroz con pescado y acompañado por personas que te atienden porque sí, por fin comprendí lo que realmente es “alta cocina entre amigos”.

Al caer la noche nos ofrecieron el mejor rincón de la mejor casita de la aldea. Y allí, tumbado en una estera sobre la tierra, escuchando el majestuoso concierto de la naturaleza y sintiéndome enormemente agradecido por la generosidad de esta gente, he pasado la mejor noche de mi vida.