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El boom de la ficción true crime: ¿morbo bueno o morbo malo?

  • Nueva serie sobre el infanticidio de la niña Asunta, ¿formato propicio para recrear sucesos escabrosos o carta blanca para explotar el dolor en forma de entretenimiento masivo?

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El boom de la ficción true crime: ¿morbo bueno o morbo malo?

“Soy Rosario Porto. Soy una mujer con miedo. Soy feliz". Con estas palabras acompañaba Candela Peña en su Instagram la revelación de que interpretaría, en una nueva serie de Netflix, a la madre de Asunta Basterra Porto, la niña compostelana de doce años que, en 2013, protagonizó un mediático infanticidio a manos de sus padres. Junto a esta triple afirmación, una fotografía de la propia Candela caracterizada como Rosario, el pelo corto, las ropas negras, el rostro lívido. Algunos compañeros de profesión felicitaban a la actriz en los comentarios por su nuevo trabajo. “¡Hostias, eres igual, el otro día vi el docu y casi muero de angustia! ¡Que tengas un buen habitaje, cariño!”, le deseaba Melani Olivares. “¡Igual! Increíble”, celebraba Maribel Verdú. Otros comentaristas proponían sugerencias de casting alternativas para la serie (“No acepto otro en el papel de Alfonso Basterra que no sea Leo Harlem”, decía uno) o se limitaban a encadenar emojis, como el escritor Bob Pop (siete de aplauso y uno de corazón).

True crime mediante, Rosario Porto revivirá como personaje de ficción coincidiendo con el décimo aniversario del asesinato de su hija. El círculo queda así sellado, porque los crímenes escabrosos tienen su propio ciclo alimenticio en la cultura popular. Mientras están abiertos, son parasitados por los magacines matinales, ávidos de inflamar la imaginación de la audiencia y convertir a cada espectador en un detective con pijama, y una vez se halla al culpable y se le sentencia, y trascurre un tiempo prudencial que puede ser de unos años o unos meses o quizá ya unos minutos, pasan a ser parasitados por las plataformas. De la morgue a Ana Rosa, de Ana Rosa al juzgado y del juzgado a Netflix.

El ciclo es evolutivo y prestigiante. Los magacines tratan con el chisme del minuto a minuto, en contraposición a la serenidad con la que las plataformas (de vídeo o de audio, que de todo hay) diseccionan hechos acuñados ya por sentencias e informes policiales. La plataforma eleva lo que un día fue carnaza y de repente pasa a ser Historia, con mayúscula. Y encima víctimas y victimarios pueden acabar inmortalizados por actores de renombre a los que luego Bob Pop les pone emojis de corazones en su Instagram. Win-win. Con algunos peros. Porque ¿acaso no quedan aristas morales al convertir lo que hace dos días era sensacionalismo en una serie de prestigio? ¿Es el true crime un formato propicio para la indagación en sucesos escabrosos que dejan huella en la psicología colectiva o una carta blanca para explotar el dolor en forma de entretenimiento masivo y bien de consumo?

La lengua y la mente de un asesino

El caso Asunta se une a otra emanación del true crime español que también será llevada a las pantallas en formato serie, de nuevo de la mano de Netflix: El cuerpo en llamas, una recreación del llamado “asesinato de la Guardia Urbana”, triángulo amoroso de policías catalanes que acabó con un hombre incinerado en un pantano. La serie, cuyo estreno está previsto para este año, cuenta con Úrsula Corberó en el papel de Rosa Peral, el punzante vértice de ese triángulo, una mujer que actualmente cumple sentencia en el centro penitenciario Mas Enric de El Catllar y que durante toda la instrucción del caso ha sido caracterizada por los medios con tropos de sharonestonesca femme fatale. Coleccionista de amantes, manipuladora y, sí, señaladamente atractiva, las etiquetas son irresistibles: de mantis religiosa para arriba. La fascinación por Rosa Peral ha alcanzado tal magnitud en la subcultura de la criminología online que tiene, incluso, una facción de seguidores que la creen víctima de un complot y piden su libertad, y otra que la sabe culpable pero no puede evitar sucumbir a su fotogénico hechizo. Buen ejemplo de esta obsesión de nicho es el siguiente vídeo, que se recrea en un gesto fetiche de la asesina: sacar la lengua cada vez que ve una cámara.

Los comentarios de YouTube son ilustrativos: “Qué guapa y regocijante es. Lástima que vaya a estar en la cárcel tanto tiempo, porque ella no hizo nada malo. Fue una pelea de machos fuertes por una hembra deseable y con capacidad de ser feliz. Ella tendría que ser liberada”, dice @alexpuy8445. “Esto es curioso. Debería analizarlo un especialista en criminología”, advierte @ft-yn2rm. La mención al trademark lingual de Peral no es gratuita, pues en las fotos que Netflix ha distribuido a la prensa de El cuerpo en llamas para calentar el estreno se aprecia a Úrsula Corberó recreando el mohín. ¿Y por qué? ¿Por qué, de entre todas las fotografías disponibles, han elegido distribuir ésas? Quizás para facilitar que los medios las publiquen (las publiquemos) comparándolas con las imágenes originales de Peral recreadas por Corberó. Faltaría una Maribel Verdú viniendo a celebrar la semejanza, como hiciera con Candela Peña y Rosario Porto: “¡Igual! Increíble”. Es normal que salten las alarmas: si el camino hacia el infierno está empedrado de buenas intenciones, el camino hacia la glamourización de un asesino está empedrado de “¡increíbles!”

Dentro de la sala de guionistas

Pero alto ahí. Una cosa son los entresijos del marketing y otra muy distinta la intención objetiva de un proyecto. Laura Sarmiento Pallarés, creadora de El cuerpo en llamas y coordinadora de sus guiones, responde por teléfono a algunas preguntas para tratar de dilucidar los límites entre el morbo bueno (ése que atiende a la seducción de un hecho real para extraer enseñanzas sobre la condición humana) y el morbo malo (explotativo, efectista, vampirizador). “La serie está inspirada, que no basada, en un caso real”, empieza advirtiendo. “A nosotros lo que nos interesa es la exploración psicológica del personaje. Cuando ficcionas un crimen real, lo que quieres es averiguar por qué alguien puede llegar a hacer algo que la gran mayoría de nosotros nunca haríamos. Nuestra intención no es dotar de glamour al personaje que ha cometido un crimen. Lo que sí es cierto es que, cuando ficcionas, no puedes partir de la distancia absoluta con tu protagonista. No se trata de ir a favor del personaje, pero sí de hacer un ejercicio psicológico para sondear sus motivaciones”, explica. Sarmiento no quiere hablar de “entender” al personaje (en este caso Rosa Peral, o su trasunto ursulesco) por miedo a que ese verbo correoso se confunda con otro más problemático todavía: “justificar”, pero insiste en que su reto creativo es hacer “una labor profunda con su psicología”.

Laura Sarmiento Pallarés- creadora de ‘El cuerpo en llamas’

Tiene sentido. Cuando Paul Schrader nos invita penetrar en la mente castigada de hombres solos que pasan demasiado tiempo dentro de una habitación (se llamen Travis Bickle, John Le Tour o William Tell), hace ese mismo ejercicio. Si existe un lugar capaz de estimular la empatía, en su sentido más vasto, por pantanos morales, ése es la ficción; y de igual modo, si algo útil puede tener la ficción, es estudiar lo inestudiable en cualquier otro perímetro: la mente y el corazón de personas capaces de cometer atentados terroristas, de perpetrar la incineración de un amante o de estrangular a una hija. Casi se diría que cualquier otra aproximación humana a lo monstruoso que no transite también el camino de la especulación literaria y la fantasía será por fuerza incompleta.

Ahora bien, ¿no pierde el sentido ese ejercicio cuando se elige un título tan kitsch como El cuerpo en llamas? “Aparte de la polisemia, el título nos parecía curioso, era sonoro, con un punto Brian de Palma, pero la serie no va por ahí”, defiende Sarmiento, “precisamente como es una exploración psicológica podemos permitirnos esa ligereza en el título”.

Una moda lucrativa

La fiebre por el true crime televisivo no es nueva. El género, cuya tradición hunde sus raíces en la herencia literaria (y envenenada) de Capote (A sangre fría es una novela tan importante como pringosa, por sus muchos y ya bastante discutidos inventos), tiene algunos de sus hitos en joyas fundacionales como Paradise Lost: Asesinato en Robin Hood Hills, de 1996, pero no ha sido hasta esta última década cuando se ha convertido en mainstream, digamos, gracias al furor consumista de las plataformas. El éxito en 2015 de Making a murderer, serie documental de Netflix “que se ve como una serie de ficción”, según empezó a decir todo el mundo de repente, abrió la veda para que un formato hasta entonces minoritario pasara a colonizar las charlas de café. Y lo mismo pasó en el mundo podcast, un año antes, con ‘Serial’.

Lo que estamos viviendo ahora es una segunda vida del true crime a través de la ficción televisiva. Tanto es así que incluso se está dando luz verde a versiones ficcionadas de historias que ya habían funcionado antes en formato documental. La productora que ahora empieza a rodar El caso Asunta con Candela Peña es la misma que en 2017 sacó adelante una miniserie documental de idéntico título. Y el crimen de la Guardia Urbana que inspira El cuerpo en llamas fue objeto de un célebre especial del programa Crims, de TV3, tan exitoso que ayudó a propagar la popularidad del espacio más allá de Catalunya. Es un reflejo de lo que ocurre en EEUU, donde The Staircase o Tiger King, en su día alabadas porque parecían ficciones de lo entretenidas que resultaban, han tenido obras derivadas en forma de, bueno, ficciones. O sea que sí: nos interesa adentrarnos en la mente del monstruo, pero también agitar árboles que sabemos que dan frutos.

¿Morbo bueno o morbo malo? Importa poco (a las productoras, a las plataformas, y también a los periodistas encargados de reseñar las series y los podcasts y lo que venga) mientras sea morbo lucrativo. Con una misma premisa se puede hacer un trabajo de muy buen gusto o un lodazal. En el fondo, todos estamos en el mismo negocio porque todos explotamos algo o a alguien. Sí, no hay por qué dudarlo: una serie sobre Asunta o sobre Rosa Peral explota una tragedia, como también lo hace un artículo como éste, orientado, en teoría, a ofrecer una visión crítica del fenómeno. ¿No es acaso tendencioso nuestro primer párrafo, diseccionando los comentarios de una cuenta de Instagram para trasladar, en cuatro pinceladas, un aire de frivolidad sobre el tema? ¿No explota este artículo, también, en cierta medida, a Laura Sarmiento Pallarés, al hacerle responder preguntas delicadas sobre un trabajo que ni siquiera se ha emitido todavía? ¿Acaso pretendemos ignorar que true crime y “morbo” son hoy, en argot periodístico, palabras que titulan (terrible concepto)? Es probable que un guionista, hoy, para sacar un trabajo adelante sobre el horror, tenga que recurrir a un horror conocido, mediático, popular, para que se lo compren en Netflix, del mismo modo que un periodista tiene que recurrir a fenómenos con “percha de actualidad” para que le aprueben un artículo, aunque sea para luego escribir del tema con aparente distancia y superioridad moral.

En efecto, todos explotamos algo. Y si las Candelas mortecinas y enlutadas venden y las Úrsulas sexys y linguales venden desde luego hay un por qué morboso del que son responsables los productores, los guionistas y los periodistas, pero también ese público que es, en última instancia, quien hace la compra final en la cadena que nos articula a todos, con su dinero, sus visionados o sus clics. Quizá ése sea el giro inesperado de este crimen real: constatar que quien lee el artículo ahora, en su párrafo final, tiene los dedos tan manchados de sangre como quien teclea aquí sus últimas palabras.

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Anxo F. Couceiro es periodista. Sus colaboraciones en medios abarcan desde la crítica de televisión y el periodismo gastronómico en El País hasta la crónica del vedettismo en Lecturas. Tiene un podcast de literatura llamado Mala letra.