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Una misa para el teatro

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El réquiem es uno de los géneros más antiguos de la historia de la música occidental. Los primeros manuscritos en los que encontramos el canto litúrgico para esta misa datan de hace más de 1000 años, pero ya desde el s. III de nuestra era el texto Requiem aeternam dona eis Domine: et lux perpetua luceat eis (“Dales, Señor, descanso eterno, y que la luz perpetua brille para ellos”) comenzó a utilizarse para rendir culto a los muertos. A pesar de haber sufrido múltiples transformaciones en fondo y forma, hoy en día siguen apareciendo novedosas musicalizaciones de esta misa, que, sorprendentemente, no ha perdido ni un ápice de su vigencia. De hecho, junto al Stabat Mater, se ha convertido en el pasaje religioso más y mejor tratado de todos los tiempos.

La principal virtud de los textos de la misa de réquiem recae en su virtuosa manera de encarnar el sufrimiento, tan consustancial al cristianismo, y, por otra parte, tan idóneo para ser descrito musicalmente, por lo exagerado y escatológico de sus frases referidas a la vida después de la muerte. Destacan las evocaciones a las terribles llamas del infierno, el furor de la venganza divina, las temibles fauces del león, la caída en las tinieblas o el abismo sin fondo que se citan en el ofertorio. Pero sin duda es el Dies Irae el fragmento que mejor refleja el carácter apocalíptico.

Desde que se incorporó a la liturgia gregoriana en el s. XIV, esta secuencia se ha convertido en el buque insignia del réquiem. Esta sección nos muestra una descripción del día del juicio final muy detallista, angustiosa y desesperada, poniendo en juego todos los ingredientes de la estética medieval. Además, contiene una poderosa referencia a la trompeta que ha identificado desde entonces los instrumentos de viento metal con las músicas fúnebres. Durante el Romanticismo se desarrolló un gusto extraordinario por la Edad Media. Ambos períodos históricos compartieron la pasión por el aspecto funeral de la muerte y por lo más externo y anecdótico del final de los tiempos. Esa visión terrorífica potenció como nunca antes la proliferación de obras artísticas funerarias, especialmente las musicales.

La misa de difuntos latina, por su gran envergadura y por su contenido, resultó idónea para la mentalidad romántica, una época en la que, además, las partituras corales estaban ganando en popularidad. Así las cosas, el s. XIX ha sido denominado como “el gran siglo del réquiem”. De forma paralela, se produjo el fenómeno de la desacralización de la música religiosa: por primera vez, las composiciones sobre textos sacros no se escribían siempre con un fin devocional sino con un objetivo artístico y estaban destinadas a la sala de conciertos y no al templo.

En este proceso, que marcó un punto sin retorno en la historia del réquiem, Giuseppe Verdi tuvo mucho que decir. Pocos compositores han dedicado tantos años de su vida a la creación musical como el autor italiano. Verdi vivió hasta los 87 y escribió prácticamente hasta el final. Concibió su Messa da Requiem en la última etapa, en 1874, cuando el autor ya se había convertido en un artista más famoso de lo que nunca hubiera podido imaginar, además de un símbolo de Italia y un referente político para el pueblo. Desde mediados de los años 40 había dominado sin rival el campo de la ópera, y, tras el éxito de Aida en 1871, se retiró temporalmente del mundo de la escena, a pesar de que el público le pedía una nueva obra. El auge de su máximo rival, Richard Wagner, le mantendría alejado del teatro durante 16 años.

Las razones que llevan a un compositor a escribir un réquiem a finales del s. XIX podemos buscarlas en el fervor religioso o en la muerte de un ser querido. Verdi no se consideraba creyente, de hecho fue muy crítico con cualquier religiosidad establecida. Sin embargo, fue un hombre de una espiritualidad muy presente que supo convivir con las convenciones eclesiásticas de su época, muy férreas en un país como Italia. En cuanto al fenómeno de la muerte, hay que recordar que tuvo una nefasta presencia en su juventud. Su primera esposa, Margherita Barezzi, murió con tan solo 27 años, y sus dos hijos fallecieron con pocos meses de edad. “Al fin y al cabo, ¡en la vida es todo muerte!”, afirmaba el compositor.

El origen de esta obra, no obstante, no lo encontramos ni en su relación con la Iglesia ni en el fallecimiento de sus familiares, sino en Gioacchino Rossini. En 1869 Verdi había participado en la composición de una misa de réquiem colectiva que él mismo había propuesto a otros colegas para rendir homenaje a Rossini. Esta pieza sirvió al mismo tiempo como metáfora política de la unificación del país. Y es que para Verdi, Rossini era la encarnación de Italia en Europa. A nuestro autor se le asignó el último movimiento, el responsorio Libera me, pero la pretendida obra conmemorativa no llegó a estrenarse.

Afortunadamente, ese responsorio no cayó en el olvido y supuso el germen musical de la Messa da Requiem que terminaría algunos años después. El carácter, el lenguaje vocal y los principales motivos melódicos de la obra estaban esbozados en aquella pieza. Se ha repetido frecuentemente que el réquiem del operista italiano fue concebido como resultado de la muerte de Alessandro Manzoni, el dedicatario de la obra. Sin embargo, desde el mes de abril de 1873, un mes antes de su fallecimiento, Verdi ya había decidido junto al editor Ricordi abordar la misa completa. Eso sí, se estrenó el 22 de mayo de 1874 en la iglesia de San Marcos de Milán en el primer aniversario de la muerte del escritor. Para Verdi, Manzoni había sido, junto a Rossini, el gran símbolo de la unidad de su nación. Incluso llegó a calificar de “santo” a este artista afín al Risorgimento.

Fue el autor de I promessi sposi (Los novios), la novela italiana más famosa del s. XIX, en la que se plantea un ataque velado a Austria, fuerza que controlaba el país en aquel momento. Así, la nostalgia, la ira y el pesimismo tras la muerte de Manzoni son los tres sentimientos que van a dominar de forma muy clara en su réquiem. Para ello, el compositor italiano volcó todos sus esfuerzos en escribir una obra de gran envergadura, tanto por su plantilla como por su extensión. En ella Verdi utiliza todos los recursos de los que dispone para dotar de espectacularidad y fuerza a esta misa: una gran formación coral, que a veces se divide en dos grupos, y una orquesta reforzada especialmente en la sección de viento-metal (con 4 trompas, 8 trompetas y 3 trombones), sonoridad que lleva implícito el carácter funerario.

Además, gran conocedor como era de la voz humana, requiere un cuarteto de solistas vocales de nivel técnico sobresaliente. En estos términos la partitura acusa la influencia de los grandes precedentes que conoció y estudió, los réquiems de Mozart, Cherubini y Berlioz. El Introito comienza con una falsa calma, un descenso lento de los violonchelos que hace presagiar el carácter sombrío y perturbador de la composición. Es una especie de lamento resignado que acentúa la tragedia en la palabra “requiem” y que se vuelve más amable en “lux”.

El primer gran contraste llega con el salmo “Te decet hymnus”, escrito para el coro a cappella en una textura imitativa de ecos arcaicos. Tras un Kyrie que nos revela por primera vez la dimensión operística de la partitura, llega el Dies Irae, verdadero centro neurálgico alrededor del cual gravita toda la obra. Verdi, como buen compositor para el teatro, fue uno de los autores que más partido ha sacado a las implicaciones dramáticas del texto de la secuencia, que dividió en diez secciones. El resultado sonoro es de un impacto tal que parece que nos enfrenta cara a cara con la muerte desde el mismo inicio. Esta sublime intensidad se consigue con la utilización de figuraciones agitadísimas en las cuerdas y trémolos vertiginosos en los vientos, con la presencia del bombo a contratiempo o con un escalofriante uso de las voces del coro que, como si de un descenso directo a los infiernos se tratara, despliegan escalas cromáticas descendentes en fortissimo.

Pero el verdadero logro de este réquiem se encuentra en el “Tuba mirum”. El fragmento se abre con una fanfarria de los vientos que comienza con una nota tenida a la que se van añadiendo otras para formar un acorde magnificente en un progresivo accelerando que se espacializa con la colocación de cuatro trompetas fuera del escenario. En el estreno británico de 1875, Verdi eliminó el “Liber Scriptus” original, que era una fuga coral, y lo sustituyó por el solo de mezzosoprano que conocemos hoy, uno de los más complejos para la cantante. A partir de aquí, durante el resto de la secuencia y en el Ofertorio asistiremos al lucimiento de todos los solistas en distintas combinaciones, con apariciones reiteradas del tema “Dies irae”. El Sanctus nos depara un momento de relajación, con una fuga a doble coro de carácter casi bucólico. En el Agnus Dei Verdi hace gala de su destreza utilizando una estructura de una sencillez grandiosa, con un dúo lírico de las dos solistas femeninas, pero muy efectiva por el contraste con lo anterior.

Después de la comunión Lux aeterna, algo ensombrecida por la ausencia de la soprano, concluye la obra el responsorio Libera me Domine, que nos presenta los temas más característicos del réquiem revestidos, por primera vez, de una cierta redención celestial a través del solo de la soprano. Más allá de las voces críticas que se alzaron contra los excesos teatrales de la obra, apropiados para la sala de conciertos pero no para la iglesia, el estreno tuvo una acogida absolutamente entusiasta. De hecho, aún en la actualidad, es una de las obras sinfónico-corales de gran formato más interpretadas.

Indiscutiblemente estamos ante una obra maestra: uno de los paradigmas de la cultura occidental y un emblema del Romanticismo. Disfrútenla.

RTVE

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