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El Hijo - Madrileña

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Madrid no existe. Madrid es sólo el escenario. Un decorado gigante y sucio. Lleno de luces, cubierto a ratos por las tinieblas. Es un confuso telón de fondo en el que se mueven los personajes muchas veces entusiastas, siempre extraviados, a menudo solitarios e infelices de esta especie de colección de historias sobre el desamparo. Una crónica con forma de disco que inventa, de paso, un nuevo género de canción, la “madrileña”. Léase como una canción melancólica (ni alegre del todo ni triste del todo) en la que se cuentan las aventuras sentimentales más o menos complejas de la gente que está sola en las grandes ciudades.

En su segundo disco, con un Raül Fernandez de nuevo brillante al cargo de la producción y los arreglos, El Hijo da un inesperado giro en su trayectoria y entrega un repertorio inspirado y genial en el que deconstruye el folk intimista de su debut para acercarlo a cierto pop psicodélico, arrebatador, con ecos de amaneceres (por lo tanto nocturno y matinal al mismo tiempo); un disco, “Madrileña”, que podría ser el primer gran disco de pop de hechuras folkies de la escena independiente nacional.

Un disco sobre las formas del amor. El amor puede ser confuso, atormentado, obsesivo (como “Siempre ella”, sobre la dificultad de librase del amor que uno abandona, o “La palmera”, abstracción en torno a la propia deconstrucción que sufre uno de los personajes del disco cuando se encuentra con su objeto del deseo); puede ser una fantasía (“A Belén”, casi circense, rarísima canción, en torno a una Navidad y a cierta chica que vive -o pasea, nunca lo sabemos- por la Cava Alta); puede ser un amor congelado, de manera literal (la sensación de frío físico que logran transmitir las estupendas “Los Naranjos” y “Toda la noche nevando”); o puede no ser, que es, probablemente, la forma más terrible de amor. Como en “Quebradizo y transparente (Madrileña)”, la canción que da título al disco; la más sencilla, la más conmovedora: sólo la voz de Abel y la guitarra y varias historias contenidas en esa canción, entre el realismo sucio y el surrealismo amargo.

Puede ser luminoso y optimista (como desprenden los aires de pop clásico de la estupenda “El hada de los dulces”);puede ser un amor heroico de cuento (la especie de épica de cámara de “Llama, carbón, nube, vapor”); o puede ser, como en la muy vainiquera “Balada Baladí”, una bromita dadaísta sobre la desesperada búsqueda de la canción de amor perfecta.

Transitan las “madrileñas” de El Hijo entre la tristeza inabarcable y cierta esperanza, entre el optimismo leve de un amor asentado y la alegría que se desborda del que acaba de comenzar. Lleno de metáforas circulares, sobre giros y vueltas, como en el emocionante final de “Por si Charlie Pace no pudo acabarla” al igual que dan giros y vueltas las vidas sentimentales de una ciudad cualquiera. Una ciudad que, en este caso, se llama Madrid.